Según la tradición, cuenta una antigua leyenda china que un capullo de gusano de seda cayó en la taza de té de la emperatriz Leizu. Al intentar sacarlo de su taza, la joven de catorce años empezó a devanar el hilo del capullo. Entonces comprobó que la fibra se desprendía con gran facilidad y descubrió varios hechos que la sorprendieron: el hilo de un mismo capullo tenía una longitud extraordinaria (cientos de metros), no se enredaba demasiado y era muy resistente. Todo ello la animó a tejerlo y fabricar la primera pieza de seda. Desde ese momento, la joven permanecerá en la mitología china como diosa de la seda.
El secreto de este descubrimiento fue completamente salvaguardado todavía durante siglos, al punto que los romanos, quienes amaban particularmente la seda, creían que los Chinos recogían el hilo sobre las hojas de los árboles. La pasión era tal, que Tiberio prohibió a los hombres usarla. Pero es otro emperador, Justiniano, a quien Occidente le debe la importación de la cría de la oruga del insecto, gracias a dos monjes quienes llevaron el preciado animal de India a Bizancio, disimulada dentro de su bastón de peregrino.
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